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Usaba una prótesis hecha del cuero viejo de una chaqueta

En la sala de espera estaba sentada una niña con unos rizos desordenados de un color naranja como un fuerte atardecer de verano. Inmediatamente se rompe el hielo con un comentario sobre la protagonista de la película de Disney, Valiente, de la cual, Amy, la niña sentada en la sala de espera, era su réplica.



No hubo un buen cruce de palabras pero, sin duda alguna, el ojo de la cámara amaba congelar todos sus momentos. Las fotografías del comienzo fueron tranquilas, Amy sentada, leyendo una revista, sonriendo y escondiéndose tímidamente de la cámara.

Repentinamente, la niña Amy se convirtió en una valiente con las pilas bien cargadas. Empezó a correr, a jugar escondidijo, atrapadas, a saltar, caerse, abrazar, sacar la lengua y reír a carcajadas. Las travesuras de esta pequeña de cuatro años hacían olvidar que tenía una prótesis construida por su abuelo, en caucho y cuero, en su piernesita derecha. Era fácil olvidar que el motivo de su visita desde Ecuador era iniciar el proceso para recibir la donación de su prótesis.


Comenzó la revisión del médico fisiatra, seguido de la toma de medidas por los protesistas, y durante todo el proceso, Amy quería participar. Su curiosidad le imposibilitaba quedarse quieta para algunos procesos pero su espontaneidad sacó sus mejores fotografías.

Tres días después de su visita, regresó para la entrega de su prótesis. Su “patica”, como a ella le gusta llamarla, estaba lista. Al comenzar el proceso de adaptación, ella se negaba a aceptar la prolongación de su pierna que fue amputada debajo de la rodilla, debido a una malformación congénita. Pero eso nunca le impidió ser la niña más feliz.

Amy estaba sentada en la silla del cubículo donde se prueban las prótesis, un cuartico muy blanco que no da una apariencia de alegría para un niño. Y aunque estando allí, esperando que le midieran su piernita, se puso a garabatear en una hoja en blanco. Cada que el protesista le medía la prótesis, decía “ay, ay, ay, me duele. No me gusta esa patica” y hacía pucheros de niña consentida.


En el cubículo del lado, había un joven al que le entregarían sus dos prótesis. Al Amy verlo caminar, subir la rampa y las escaleras; se atrevió a hacerlo ella también de la mano de aquel adolescente, Kevin, con quien conectó de inmediato por su condición compartida. Su dolor se esfumó de inmediato, y entonces descubrió que, como su nuevo amigo, era capaz de hacer todo lo que hacía antes y un poco más. Siguió posando con su prótesis, haciendo caras chistosas, regalando abrazos y dando gracias a todo el que veía.


Los niños son el alma del mundo. Su inocencia y su capacidad de contagiar alegría dan matices de colores a los escenarios en blanco y negro. Amy no es la excepción, ella pintó a Mahavir Kmina con su felicidad e inocencia.


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